miércoles, 29 de diciembre de 2010

cuento


Hola. quería compartir con todos ustedes uno de mis cuentos.
Proximamente publicaré la colección lo más completa posible.
Un abrazo fuerte de...
Javier.






















NECOCHEA
(1824)


Si dijera que al enfrentar a la muerte en Junín he sentido miedo, no diría la verdad. Es otra cosa.
¿Placer? Bueno, no es por fama, ni mujeres —que he gozado de ambas—. Una ansiedad por devorar, simple deleite, no sé. Si tuviera que explicarlo diría que es un torrente que impulsa, que exacerba mis mecanismos naturales y fuerza a elevar las mareas sanguíneas, que fluyen violentamente por las venas. Todo se pone en frenético movimiento. De mi garganta salen gritos que son escapes de una furia interna. Enloquecidas descargas traducidas en palabras como “adelante granaderos” u otras menos nobles. Todo es un gran magma que me transforma en un ángel exterminador.
Pero desafiar a la muerte no me atemoriza, simplemente porque no existe para mí. ¿Quién podrá matar a Necochea a esta altura? Es cierto que las circunstancias —este brazo que me han cortado y lo demás— me han privado de morir gloriosamente en un combate—como quisiera—, pero más allá de eso, es imposible matarme. Quizá, en el futuro, el olvido me mate de alguna otra forma. Ahora sólo espero la muerte natural, la común, no la del soldado.
Pero yo quiero morirme y eso es lo que no entienden. Me han tildado de héroe porque en una sola batalla, en esta pampa de Junín sangrienta, recibí cuatro sablazos en la cabeza, dos que me quebraron el brazo izquierdo —que ya no tengo—, uno en la mano derecha que me inutilizó los tres últimos dedos, dos lanzazos que me interesaron el costado izquierdo, una estocada en el vientre y cuatro heridas pequeñas en los brazos. Pero yo no soy un héroe por eso. Para serlo debería ser único, y yo no he sido el primero ni seré el último. Soy un general más que desea el fin. Lo sé y no me entienden.
Bolívar, quien huyó en Junín al darme por muerto, nunca me entendería. Él odia a la muerte, la desprecia, y por eso ha huido. Será un excelente general, pero sentimos distinto.
El rey José —o San Martín, que es lo mismo— quizá podría entenderme. Pero su gran devoción interior nos separa. El se estima tanto que no puede ver a la muerte sino como a un enemigo. Pero yo sé que, internamente, y muy al principio de sus días de guerrero, él también la ha buscado como yo. Sin embargo, esos momentos pasaron y la política y la gloria han usurpado el lugar que tenían. Ya no existe ese guerrero, el sanguinario y exterminador instrumento de la paz y la libertad de los pueblos de la América del Sud —por muy contradictorio que parezca, porque destrucción y amor son dos caras de una misma moneda, ambas necesarias—.
Pero no todo es tan simple como parece, porque si fuera así me hubiera dejado matar y listo. ¿Para qué lamentarse si podría haber encontrado la muerte miles de veces, cruzado entre enemigos? Pero eso lo piensa alguien que no sabe que la muerte no es única. Hay muchas, y yo busco una que conocen muy pocos.
Me ha rodeado todo el tiempo. También la he infligido muchas veces. Recuerdo ahora una, particularmente, aquel realista en el Alto Perú, en mis mocedades; le partí el cráneo de un solo golpe, la sangre se le derramó junto con los sesos, tiñendo el uniforme, aún límpido, de un rojo enrarecido, sucio. Todavía agitaba inútilmente su brazo, y el sable permanecía atrapado en su mano, que entonces ya era garra de águila decapitada. En ese momento, quise abrazarlo y acunarlo en mi pecho, decirle al oído de su alma, lo mucho que quería ser él.
Habíamos sido emboscados y muy pocos pudimos salir del atolladero. Recibí un disparo en la pierna, e intenté solucionarlo con un torniquete hecho con mi pañuelo. Perdí mucha sangre, y tuve que cabalgar ochenta leguas hasta mi campamento. En aquella cabalgata, la fiebre y el delirio comenzaron a doblegarme. A cada golpe de los vasos del caballo, el paisaje se me desdibujaba y volvía a aparecer. Un frío me acometía, zarandeándome como un árbol que pierde sus hojas secas, a merced del viento sureño. La transpiración empañaba mi vista y trataba de enjugarla con la manga de mi chaqueta, pero entonces todo empeoraba, y unos puntos negros aguijoneaban mis ojos, obligándome a cerrarlos y a esconder mi cara entre las crines de mi moro. A cada instante, a pesar de los padecimientos, sentía que ya todo terminaría, y lograría esa muerte gloriosa que anhelaba. Nunca pensé que resistiría, pero hice todo lo posible por hacerlo. Al llegar al campamento, me vitorearon; entonces, miré al cielo duramente, con mis dientes castañeteantes, y me dije que no, todavía no.
En otra ocasión, cuando mi hermano fue derribado por un bayonetazo en Chacabuco, lo pensé muerto. No pude evitar un escozor que me hizo temblequear, pero no fue porque lo mataran a él, de hecho no lo hicieron —sólo fue herido—, sino por la muerte que padecía. Eso quería para mí. ¿Era posible que el destino se ensañara conmigo? ¿Por qué yo no podía morir de esa forma? ¿Acaso no lo he merecido largamente? ¿Qué más tendría que entregar para obtenerla? Fue entonces que me lancé sobre los enemigos. A aquellos que osaron cruzarse en mi camino, los degollé uno por uno. Lucían atemorizados, convertidos en tierra endurecida que yo desarmaba a golpes de sable. El filo cortaba papel realista. Vidas de papel. No mi muerte, una de cobardes inexpresivos. Ninguno tuvo el valor de lastimarme siquiera. Dejé una franja en la columna del rey y no pude encontrarla. Sólo me tranquilicé al saber que mi hermano no había muerto. Entonces, todo volvía a tener sentido.
Es mi destino. Puedo sentirlo como una voz muy grave que suena en mi estómago y sube a aturdir mis oídos. No Mariano, no morirás.. A veces lo sueño. Es un ser oscuro, lo único que resplandece es el sable que empuña, y dice cadenciosamente su letanía. Su voz vibra en mí, me conmueve. Soy como un estanque en donde cae su piedra devastadora. Mi cuerpo son las ondas del agua, interrumpida en su placidez. Yo intento responderle, pero no puedo emitir ningún sonido; y su voz que es vida, energía, vuelve a conmoverme.
Desde que terminó esta colosal batalla de Junín que, a mi entender, ha definido desfavorablemente la suerte de los realistas en nuestras tierras, estoy alojado aquí, entre otros moribundos no menos ilustres. Muchos han venido a mostrar su gratitud al “Comandante General de la Caballería Patriota”. Me saludan emocionados, agradecidos del destino, que no me han matado. Que la patria americana hubiera perdido un valuarte y no sé que más. Yo los escucho un rato hasta que llamo al doctor. Entonces se van. A veces los prefiero, porque así no me duermo. El sueño es el país de aquel gigante oscuro que me tortura. Y ellos lo interrumpen, hacen que se oculte y espere el momento.
Pero hay algo bueno en este hospital de campaña, una mujer que succiona con su boca mis heridas. Tiene esa tarea desagradable, que es para evitar infecciones. Sin embargo, ella lo hace con cierta pasión. Mira mis ojos y succiona. Es una señora muy bonita, y hace que todo en mí se purifique y se enaltezca. Yo la he elegido, entre todas las muertes, a ella. Será una muerte dulce. No es la que esperaba. Pero ya nada es lo que espero. Combatirá por mí ante el gigante color sable, escudo de mi alma. Aquel heraldo siniestro será lastimado por el único ser capaz de hacerlo. Ella lo hará. La muerte en persona.

lunes, 20 de diciembre de 2010

BIENVENIDOS

Este es el primer escrito en mi blog y quiero compartir la alegría con todos ustedes. De aquí en más sólo queda una fluida comunicación. Muchas gracias.
Javier.