domingo, 15 de abril de 2012

Urquiza (2003)

URQUIZA
(2003)

Hace tiempo que lo espero. La descortesía típica de los que manejan el destino. Él no tiene la culpa, ya sé. Porque no sabe que lo estoy esperando; en realidad, no lo sabe del todo. Lo intuye, claro que la intuición es un asunto de confianza y eso es difícil, no sólo en su caso.
Yo estoy aquí, en donde he estado siempre, padeciendo esta sed insaciable al lado de mis árboles frutales, pasando la mano por las rugosidades de la palmera, aunque ya no puedo sentir sus poros estallar entre mis dedos. A veces me divierto deambulando alrededor de las estatuas, recorriendo esos gestos marmolizados, el poder blanco suspendido en el tiempo, los bustos de los emperadores. Siempre soñaba con ser digno de uno, qué aspiración tan miserable; todos somos dignos de un monumento. Me gusta reírme de esas cosas que antes eran sumamente importantes para mí. Principalmente, lo hago ante mi propio busto; por suerte, esa persona de mirada vacía ya no existe.
Pero volviendo a él, no sé como será. Me refiero a su aspecto, claro. Suena divertido, una cita a ciegas. Solo sé que voy a sentir su presencia y él va a sentirme. Aunque no sé si vale en este caso hablar de sentidos, va a percibirme de una forma a la que quizá no está acostumbrado todavía.
El tiempo es una máquina impiadosa que no se detiene. Aquí lo ha transformado todo. El mismo casco sufre en sus cimientos, con un dolor infinito, el cansancio de los años. Sin embargo, he visto pasar tanta gente por este lugar, mi lugar, como agua por el río Uruguay. La gente es sangre renovada que irrumpe en un tejido envejecido, y lo despedaza, lo reconstruye, le da vida que se asemeja a la anterior pero que no es, es otra. El cambio constante es lo único eterno. La eternidad actúa con miles de máscaras, muere y renace con la música vital, un ritmo pegajoso, sagrado y profano a la vez.
Nunca me he preguntado por qué todo esto, siento que hay razones que no entendería, aún. Para qué indagar en los mecanismos. Vivo mi misión con la alegría de un soldado, aunque sin su temor, como antes. Ahora, uno sabe algunas respuestas. Pero él no las sabe, yo voy a revelárselas. Haré que la espera no sea vana. A veces pienso que tanta demora tiene una razón de pulido en las acciones que vaya a detonar. Acumulo ansiedad porque de esa manera todo tendrá otra potencia, otra maduración.
Ni el lago ni el aljibe tienen el agua que solían tener, me la he bebido yo mismo y aún estoy sediento. Mi sed ha contribuido a modificar el paisaje. Hoy todo esto es un lugar de visita, mis emociones se han diseminado por el aire, aparecen y se ocultan como luciérnagas. Chapoteo entre las ruinas de mis recuerdos. Pero, cuando la angustia quiere ganarme, pienso en lo que vendrá. Dentro de poco, volaré, como cuando comandaba a mi caballería entrerriana, sintiendo la respiración entrecortada por el viento, cobijado por una gran luz que me escoltará hasta la próxima posta, quizá la última.
Ya viene. Puedo sentirlo acercándose por la ruta. Escucho su respiración que se agita poco a poco. El sol le entrecierra los ojos, porque la verdad quema. Sus manos transpiran la incertidumbre acumulada y mueven apenas el duro volante. No sabe lo que espera, pero siente que algo trascendente va a ocurrirle. No se equivoca, a pesar de que niega su sensibilidad todo el tiempo que puede. Está cerca, pero pronto dejará de estarlo; porque es cómodo lo inminente, el tema es el desafío de la concreción. Llega la hora. Nuestra hora.
Cuando le entregue mi regalo me habrá liberado de este penar. Casi nunca me alejo del sitio del asesinato, mi asesinato. Ese lugar me duele y por eso me escapo a los jardines, pero siempre termino volviendo. Nicomedes era un hijo para mí. No sólo no tuvo piedad, sino que además impericia para el cuchillo. Tardó demasiado, muchas puñaladas. Un inútil, ¿así haría sufrir a los animales que carneaba? De todas formas, la desesperación no era por mí; Dolores y mis hijas estaban ahí, no fue capaz de evitarles todo ese patetismo. Todavía percibo su impotencia en este cuarto trágico, con una densidad oscura que me atraviesa, me desgarra, me tortura. Sé que la gente que viene hasta aquí también siente esta energía, este frío. Afortunadamente, algunos rezan o se persignan y alivian un poco mi dolor. Pero necesito algo más.
Se ha bajado del coche y se acerca. No es como lo había imaginado; aunque hay algo en su mirada, un fulgor que lo distingue.
Ahora, con gran esfuerzo, me elevo hasta que el paisaje es una mancha de colores aplastados. Las nubes me envuelven y absorbo su humedad. Pronto acabará mi sed, esta sed de muerto. Vuelo horizontal sobre Argentina. Una leve tentación de no volver, pero imposible no hacerlo. Desciendo en picada, zumbido a los costados y abajo un verde eterno que empieza a delinearse. He tomado fuerza. Ahora sí.
Entra acompañado, pero pronto se queda solo en la capilla. Mira los frescos de Blanes en la cúpula; el Vía Crucis distinto, desde la perspectiva del padre, de San José. El lugar es estrecho, él repentinamente lo siente ajustado a su cuerpo, le inmoviliza los brazos, su mirada queda fija en la imagen de San José con su mano en la frente, a un lado el ángel le anuncia lo increíble; pero el Santo cree.
Yo te convoqué a esta casa, el Palacio San José, donde he vivido y he muerto, le digo.
No sé cómo le sonaran las palabras, por ahí como una voz interior. Él cierra los ojos y respira profundo, está algo pálido. Me pregunto si realmente es él.
Yo te convoqué, le repito, porque tengo un regalo para darte, algo por lo que has peleado mucho y hoy se te va a conceder.
Frunce el ceño, reconozco ese gesto, no recuerda estar peleando por nada en especial.
Todo lo que sos ahora vas a derribarlo y reconstruirlo de una manera diferente. Un hombre nuevo emergerá de este sitio.
Presiento su duda, pero acaso sería creíble que no dudara: es un hombre. ¿No habrá dudado en un primer momento San José al anunciarle el embarazo de su mujer por obra del Espíritu Santo? La Fe cobra valor recién a partir de la duda y no en ausencia de ésta.
¿Urquiza?, pregunta.
Me enternece el tono inseguro de su voz.
¿A quién esperabas?, le digo, ¿A un angelito con alas transparentes? Todavía mando en este lugar, salvo que ahora me obedecen sin saberlo. Mucha gente trabaja para mí, ponen pasión en sus relatos para revivirme en las mentes de los visitantes. Son mis nuevos soldados de la memoria.
Sonríe, es un buen síntoma. Giro a su alrededor, la brisa parece animarlo, el color vuelve a su rostro. Se muestra más confiado.
Los demás escuchan el murmullo de los árboles, no saben que dentro de éste está mi voz. En otro momento, hubieras percibido igual que ellos; pero esta es tu hora. No hay más tiempo. Todo va a ocurrir muy rápidamente y vas a cumplir un rol importante en esto.
¿Yo?, pregunta.
Me sonrío.
Todos y cada uno, respondo, pero a vos te toca justo ahora.
Sus manos empiezan a temblar. Imagino que quiere reprimirlo pero no puede. La mente es muy poderosa.
Entiendo que aceptar el destino no es fácil, le digo. Pero es como cuando uno es chico y cree que las cosas son por determinados motivos que, al crecer, se da cuenta que eran otros muy distintos a los imaginados en esos años de iniciación. Duele y genera desconfianza al principio, pero luego se acepta la pérdida de la inocencia, aunque se gana como adulto. El alma también sufre un proceso parecido. Evoluciona hasta llegar a la plena consciencia de su realidad. La existencia verdadera.
Noto que se serena poco a poco. Cada vez que le comento cosas que puede relacionar con pensamientos que en algún momento aparecieron en su mente, recién entonces, se tranquiliza. El poder de los recuerdos; un sonido conocido, un olor particular, una palabra que retorna intacta del pasado. Toda remembranza es un bálsamo para el espíritu. Tengo que aprovechar este instante.
Todo regalo es un compromiso, le digo. A uno lo han creído digno de él y debe demostrarlo con su conducta. Cuando uno es chico y rompe los obsequios, los grandes se lamentan, pero lo justifican. Cuando es grande, su responsabilidad cambia.
Lo observo, aún está de pie en el medio de la capilla. Está alineado al centro de la cúpula. Sus manos, a los costados, cuelgan relajadas. Transpira el sudor de la regeneración.
Este lugar sagrado, con su altar inserto en el corazón del universo no es casualidad. Te rodean los árboles tutelares que serán testigos de tu ini-ciación.
Levanta su vista de golpe y la posa sobre las tres figuras situadas en el sector más alto del altar. Representan la fe, la esperanza y la caridad. Pero me doy cuenta que se detiene especialmente en la que simboliza a la fe, la única que posee sus ojos tapados por un pañuelo. No es ciega, lleva una venda en los ojos, porque no necesita ver para creer.
Pero, ¿por qué usted, general?, pregunta.
El escudo de mi familia, Urquiza, es el único de los involucrados en tu misión que lleva un árbol en su interior, el símbolo de la renovación eterna y centro del universo, contesto. A mí me toca esta tarea. Además, se trata de una interacción porque voy a necesitar de tu ayuda. Pero todo a su tiempo. Primero, la iniciación. ¿Estás listo para recibir el regalo?
Ahora, decididamente, extiende sus brazos. Es la primera vez que lo siento dueño de una calma absoluta. Su resolución me sorprende un poco, quizá esperaba más cuestionamientos, pero la figura de la fe sobre el altar evidentemente le ha servido de estímulo.
Las manos juntas, le ordeno. Los ojos cerrados. Recibe esta piedra, símbolo de la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo. Con ella, construye el edificio por el que tu alma se ha desvivido durante tanto tiempo. Veintiún niveles en tres partes, un descanso cada siete. Sin principio ni final. Infinito. No intentes entender con la mente, tu corazón te dictará lo debido. Lo que ahora es oscuro será luz, porque el momento de lo oculto terminó.
El peso de la piedra le dobla las manos, casi se le cae. Los músculos de los brazos se le hinchan en el afán de sostenerla. Las venas sobresalen en un estallido de fuerza. Evidentemente no esperaba algo material, aún desconoce la relación entre la vibración de las palabras y el Universo. Habrá tiempo para eso también. Principalmente para eso.
Al salir de este sitio todo se habrá puesto en marcha, le comunico. Pero antes, como te decía, necesito de tu ayuda. Hay algo que me retiene en este lugar: mi muerte violenta. Ella es la causa de mi descanso trunco. Este favor te pido, solamente preciso que dejes la piedra en la habitación de la tragedia, frente a la lápida que pusiera mi pobre esposa Dolores denunciando a mis asesinos. Sólo eso. ¿Será posible?
Otra vez la duda. Cuando alguien recibe algo, inmediatamente se pone en juego un sentido de pertenencia, se aferra a la nueva adquisición, depende de ésta, se esclaviza. Las uñas del egoísmo se clavan en el objeto sangrante de su vanidad.
No temas perderla, le digo para calmarlo, porque la verdadera piedra ya está en tu interior.
De golpe, lo ha entendido. Sale con paso seguro y en completo silencio. Atraviesa el patio de los parrales, luego el de honor, hasta llegar a la habitación funesta, donde Nicomedes Coronel —mi protegido—, por orden de López Jordán —otro ser que gozó de mi aprecio—, me ultimó a puñaladas 133 años antes. Ahora, se aproxima al mármol portador del mensaje de Dolores, se persigna, y en una esforzada inclinación, usando las dos manos, deposita cuidadosamente su piedra. Esto último apenas si lo presencio. De repente, pierdo la densa pesadez que me ha retenido todo este tiempo, y me elevo a una gran velocidad. Una fulgurante luz me envuelve en la elevación.
Miro hacia abajo por última vez; allí está, en el centro del patio, mira al cielo con sus manos levantadas. Adivino su sonrisa, su gozo, su emoción. Mucha suerte, murmuro. Mucha suerte y gracias, hermano. Gracias.