viernes, 27 de enero de 2012

Un cuento épico, ITUZAINGÓ

Ituzaingó
ITUZAINGÓ
(1827)




Apenas llega, desmonta. Sus ojos ensanchados, pupilas sin control, desparraman al grupo de soldados cabizbajos. Eso que está ahí tirado, piensa, es él.
Lavalle, flamante General de la Nación, se arrodilla a su lado, y acerca sus manos como a un tacho con leña ardiente. Sus remembranzas lo atacan, le sitian la mente. Es él, Federico. Al fin logra tocarlo : desliza sus dedos, con extremada lentitud, por los ojales chamuscados, de modo que, en los pequeños surcos de sus yemas, se le impregne el hollín y la sangre hecha polvo de su amigo.
A lo lejos, se ven mujeres que, inclinadas sobre muertos y agonizantes, revisan, saquean, y hasta rematan. Allí mismo, se percibe un vacío asfixiante que tapona los oídos, que late sienes. Y un General que hace fuerza, y no logra retener el solitario arroyito que atraviesa su cara de bronce. Suenan dos cañonazos hacia el norte. Maldito, maldito suelo de Ituzaingó.
Lavalle abre, de un golpe seco, la chaqueta fulminada. Al piso vuela una pequeña cartera y un diario íntimo, ahora desnudo. Luego, cansinamente, retira de a una las condecoraciones que cubrían el pecho glorioso, tornado en despojo. Se hace a un costado y recoge, también, el sable de caballería. Reliquias, productos de la muerte.
Pútrido olor a carne asada, a eso huele el Regimiento 1, desperdigado por el campo, ahí nomás. Sueños quemados en primera fila, a la vista de sus compatriotas. Nadie se mueve. Ridícula postal de la impotencia humana ante sí misma. Dios durmió la siesta aquella tarde maldita.
No se da tiempo para la emoción, no quiere demostrar debilidad ante su gente. Pero sí honor, mucho honor. Cuando se incorpora, el vaho lo marea, cierra fuertemente los ojos. En esos segundos de noche forzosa, se deja embestir por el viento preñado de lluvia, arqueándose levemente hacia atrás, hacia Buenos Aires, de dónde lo asaltan los recuerdos. Lo ve con vida, hablándole, su barbilla desafiante, la mirada serena en su furia patriótica. ¿Qué haría él si estuviera en su lugar ? Qué puede importar eso ahora.
Abrir los ojos resulta un acto demasiado desagradable. Gris, negro y un resplandor argentino. Un destello del Plata que hierve tragando corazones calientes, sabrosos.
Todavía cuelga, a su izquierda, el sable guerrero de la independencia, el que acompañó a San Martín y a Bolívar. Lo toma con las dos manos, y siente cada una de las amargas protuberancias de la empuñadura al tosco paso de sus dedos. Mientras el sable siga ahí él no va aflojar, de eso que no queden dudas.
Se vuelve y descubre a sus cien soldados de la patria, oscuros, rodeándolo como quien cuida a un chico sin que se dé cuenta. Harapientos en el medio de la nada, pero con amor de hombres por su líder. No quiere amor ; honor quiere.
Ya está de nuevo en pleno dominio de sus sentidos. Ya es nuevamente Juan Galo de Lavalle, General de la Nación. Manda montar a todos y formarse en filas. Desconcierto, desesperación de perro por cumplir la orden de su amo. En un momento, se constituyen cuatro hileras de granaderos de cara a su jefe y al muerto. De fondo se habían apagado las escaramuzas, como para que la escena se sumiera en un silencio adecuado a las circunstancias. Por primera vez en la jornada, los guerreros sienten, gravemente, el peso de la muerte de sus compatriotas. Pero él quiere algo más ; no han comprendido aún la pérdida en su alma desgarrada. La mujer se lo había encomendado, cuidalo Juan, le había dicho en un momento en que se habían quedado solos, cuidamelo. No, todavía no han comprendido.
Tantea las riendas y monta casi sin tocar el estribo. Para esto ya una llovizna fría sazona el aire impuro. Ahora sí, piensa, y desenvaina violentamente, de modo que lo único que se escuche sea ese chirrido metálico, ruido de guerra. Los soldados se endurecen automáticamente en sus caballos ; cien pechos, impulsados hacia su jefe, contienen la respiración. Ahora, el canto del sable descansa en el hombro endurecido de Lavalle. Ni una mueca, solidez estoica que vale mil palabras. Todos han entendido la orden impartida desde el silencio, y desenvainan a la vez. Estruendo de carga a un enemigo sin cuerpo. Cuidamelo Juan, ojos tristes, sonrisa. Vos que sabés por qué pelean.
El clarín toca ante una insólita guardia de honor. Barro, fuego y desolación en aquel maldito campo de Ituzaingó. Ahora sí, piensa. Ahora sí, coronel Federico Brandsen.


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miércoles, 18 de enero de 2012

Otro cuento "Juana Azurduy (1815)"

JUANA AZURDUY
(1815)



Entierra la mano y juguetea con las yemas de sus dedos en el pastiche de arena y sangre, su propia sangre. Siente la aspereza de los gránulos suavizada por la savia de los humanos, y hay cierto placer en esa fricción de naturalezas. Es un momento feliz: Luisa ha nacido de sus entrañas. Se escuchan, a un costado, sus agudos gritos de vida y el dulce consuelo de unas mujeres extasiadas que la atienden. Pero Juana mantiene la vista fija en su mano diestra, que aún frota lentamente la mistura.
En las cercanías, un arroyo desanda su flujo eterno. Su bálsamo sonoro aclara los pensamientos de Juana, aguza sus sentidos. Ha meditado mucho sus conclusiones, que aparecen vibrando en su mente. Ahora sabe que Luisa no es la retribución por sus otros cuatro hijos muertos; ella es otra cosa, otra vida. Sin embargo, no duda que esas aguas, que dialogan en un idioma tan elevado, sean la nueva forma de su desaparecido amigo, el poeta Huallparrimachi. Comprende que, de ahora en más, todo lo que la ayude, proteja y anime será el juglar inca, en la apariencia que sea, omnipresente, junto a los demás espíritus tutelares.
Cinco hombres la aguardan a unos metros, detrás de unos matorrales; es la escolta que le impuso su marido, Manuel Padilla, héroe de las republiquetas del Alto Perú. Estaban en plena batalla cuando sintió los síntomas del parto inminente, y se alejó sólo para tener a la criatura. A su lado, descansa el sable que le regalara el general Belgrano; hilos dorados en la empuñadura, vaina oscura y rústica. No se separa de él, podría necesitarlo.
Pero ella cree que la Pachamama, la madre de todos los seres vivientes, la cuida. Siente una identificación estrecha con esa diosa que engendra vida, para luego expulsarla desbordante, profusa, salvaje. Imagina que si se la encontrara entre esos matorrales, podría verla tal cual es. No duda que su rostro exhibiría la belleza de un monstruo, un monstruo hembra exultante que acaba de dar a luz.
Las mujeres vuelven con Luisa. La han bañado en el arroyo, está seca y limpia. La depositan en su pecho con la delicadeza de un joyero que engarza una piedra preciosa. La niña obedece a su instinto de supervivencia y se alimenta del fluido vital. La madre observa la fragilidad del cráneo de la recién nacida. La vida y su sombra, la muerte. Juana pasa sus dedos, untados de sangre y arena, por la frente de su hija, dibuja una cruz, un amuleto que la asista en los cuatro puntos cardinales. Percibe en sus yemas los granitos de piedras ancestrales que recorren obedientes la piel virgen de su hija, naturalezas que se acarician. Acomoda sus labios y sopla sobre la cruz, su brisa caliente envuelve la pequeña cabeza desde la frente hasta la coronilla. Ahora está tranquila, ya puede recitar los versos de su amigo y lo hace con su boca muy cerca de la niña.
A ti arroyo te hablo: / mañanera, suave brisa / si está mi amada despierta, / llévale este hato de besos, / que en mi boca tengo presos.
Sus ojos desbordan gotas de agua marina que serpentean sobre sus mejillas. Un velo semitransparente le enturbia el paisaje y la hace vulnerable. Eso no le gusta, sacude la cabeza a un lado para no molestar a Luisa, y recobra los sentidos. En ese momento, un rumor de pasos agitados la sobresalta. Es el que está al mando de la escolta, sabe que los demás se han quedado a unos metros por pudor. Le avisa que su esposo viene en camino, que se prepare, lo hace sin sacar la vista de sus pechos. Juana se cubre y le ordena retirarse. Se incorpora con cuidado y, cuando va a alejarse, algo le hace mirar al suelo. Allí está el sable, casi disimulado por la hierba. Vuelve a agacharse y lo toma con su mano libre, lo aproxima a su hija, apoya su mentón sobre la punta de la empuñadura. No nos abandones, susurra.
Cabalgan, cinco hombres y una mujer. Cumplen órdenes de Padilla, quien sólo se encontró unos momentos con su esposa, suficientes para conocer a su hija y notificar que los españoles estaban cerca. “Se la encargo, sargento”, le había dicho Padilla al más veterano. “Descuide, señor, descuide”.
Juana va al centro de la partida, con la mano menos hábil sostiene a Luisa y con la otra las riendas de su caballo. Su mano está posada entre las crines del animal, se pierde en su espesura. Sabe que podría cabalgar sin riendas, se lo había visto hacer a sus indios, lo había aprendido de ellos. Apretar las piernas y acomodar el cuerpo, tocar las partes más sensibles del potro, ser uno con él, una misma substancia. Un centauro, pensó. Pero, ¿por qué no había centauros hembra? Si puedo ser tan salvaje como ellos, o más.
La niña duerme en su pecho. Su respiración es tranquila, puede sentir el cadencioso trabajo de los pulmones a través de sus dedos que la sostienen derecha. Luisa es un regalo de la Pachamama, pero todos lo somos. Aunque a uno no siempre le regalan lo que espera, algo placentero. ¿Qué beneficio hay en que le obsequien la vida en este mar de sufrimientos? Juana recuerda a Huallparrimachi: “vinimos a aprender, hermanita. Y se hace de afuera para dentro, porque lo más difícil es aprender de uno mismo. Cuando sepamos el lenguaje de las aves, el susurro de las piedras, el cantar del viento, el estallido de las plantas, el clamoreo de los animales, la oración de las aguas y el luminoso rumor del alma humana; entonces, estaremos listos”.
El rebote de veinticuatro cascos acompasados interrumpe el furioso bramido del Río Grande, que se abre camino en las adyacencias. Cabalgan cinco hombres y una mujer, o mejor dicho dos, porque Luisa también lo hace, aferrada a su madre, sintiendo en su nuca la inclemente caricia del viento norteño. La naturaleza la acuna lo mejor que puede.
Juana reposa la vista en los arbustos próximos al río. Cierra los ojos, aprieta los párpados, los vuelve a abrir. ¿Qué es eso que ve? Caras espantadas, brazos extendidos, seres suplicantes que intentan hablarle. Son simples matorrales, estás cansada mujer. De las ramas, ahora surgen pájaros que flanquean la partida; sus trinos de alarma anuncian a un depredador. Su caballo ladea la cabeza, y exhibe un ojo horrorosamente desorbitado. Decide tomar aire, inspira profunda y lentamente, ya pasará. ¿Y si es el poeta?, susurra. El poeta está muerto, se recrimina, cuida a tu hija y deja ya de soñar. Pero, podría ser que Huallparrimachi me quisiese avisar de un peligro inminente. Quizá los Realistas están más cerca de lo que pensamos. Sienta cabeza mujer, o acaso quieres perder a Luisa tal como perdiste a tus otros hijos. No. ¿Entonces? No sé, presiento algo. Es locura, te estás volviendo loca. No sé. ¡No es normal que estemos dialogando dos seres distintos en una misma persona! No somos distintos. A mi no me involucres en tus delirios. Te dije que volvieras a la realidad y te niegas imaginando fantasías sin fin. No tengo razones, sólo percibo.
Uno de la retaguardia apura el galope y se pone a la par del sargento. Juana no pierde detalle. Este soldado ha cambiado, lo ve de negro, con una capa larga, terminada en borlas. Han disminuido la marcha, el círculo se estrecha a su alrededor.
¬—¡Alto! —ordena el sargento. La partida se detiene. Pero el sargento no es más la persona que era, ni tampoco sus hombres. Ahora son esqueletos muy blancos, casi fosforescentes, cubiertos por capas negras.
—¡Entregue su arma señora y no le pasará nada!
A Juana le impresiona un poco el hecho de que salgan palabras de la calavera del sargento, pero no tiene tiempo para reflexionar. Los cinco esqueletos terminan sus manos en sables desnudos, los esgrimen cada vez más cerca de su cuerpo y el de Luisa, quien sigue su sueño. Advierte una distribución perfecta de las falanges en las empuñaduras. ¡Despierta mujer! ¡Por tu hija! ¿No te das cuenta de lo que pasa?
Los dientes de las calaveras castañetean, dando algunos chirridos esporádicos. Juana desenvaina. Ahora el ruido se acentúa. Respira hondo. Presiente algo que se acerca. Cree que es de afuera, como el silbido de un viento huracanado. La vegetación no se mueve. El zumbido gana en intensidad. Pero esto no es viento, dice. En ese momento, un vendaval sale expulsado de su boca. Las capas de los esqueletos se agitan violentamente. Sus caballos retroceden, hacen un gran esfuerzo por mantener sus posiciones. Ella maneja su potro con las piernas. Tajea los huesos del sargento, una y otra vez. Ahora es un gran remolino de polvo. Las osamentas se oscurecen, pierden su fosforescencia. Una capa vuela y se incrusta en la copa de un árbol. Juana da vueltas en el sentido horario, su brazo no deja de dar zarpazos. El sable del general niño reluce entre tanta oscuridad. Destruye los huesitos a la altura de la muñeca de uno de los soldados; la mano se cae, junto con el sable que portaba. El esqueleto manco chilla y galopa furiosamente hacia el Río Grande. Reaparece el sargento, pero ahora Juana cruza un sablazo a la altura del cuello. El oficial cae de su caballo y embute su cráneo en la tierra. Sin líder, la partida se repliega. Pero esto no ha terminado, piensa la madre y aprisiona a su hija. Siente un malestar en el vientre. Ya se había olvidado lo reciente del parto. Pero ese dolor no se relaciona con el alumbramiento. Agua, la fuente de vida, la sangre del mundo, sale expulsada a gran presión de su cuerpo. Puede sentir la apertura de cada uno de sus poros y el roce húmedo de las gotas amontonadas que se liberan al vacío. Grita, ¿es que acaso se está muriendo? Los esqueletos que quedan se arquean para resistir la embestida. Un zaino levanta sus patas delanteras y cae de costado. Desde el piso, el ser oscurecido, con su lúgubre prenda hecha harapos, no presenta batalla, huye empapado. Los demás lo siguen. El corazón de Juana, que latía desenfrenado, empieza a aquietarse. Sabe que no va a morir, ahora lo sabe. Ve, montada en su potro, el rastro de fuego que dejan sus enemigos, ya desnudos, insignificantes. Pero un ruido la sobresalta, es el llanto de su hija. Desmonta. Todo terminó.
Luisa se alimenta de la leche de Juana. La madre levanta su mirada al cielo, allí está el sol, el dios Inti. Nota lo sereno del paisaje, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, el cuerpo del sargento yace a sus pies, con su uniforme sucio. Ella se aleja un poco. Si está el dios, debe andar cerca la diosa Pachamama, piensa. Huallparrimachi me dijo que yo podría reconocerla. Debe ser fácil, porque es un monstruo, un monstruo hembra que acaba de parir.

Acá va otro cuento "El Chacho (1863)

EL “CHACHO”
(1863)



Cuando mi carne se pudra, y mis huesos se confundan con el polvo de mis queridos Llanos de La Rioja, cuando todo esto suceda y mis enemigos sean historia; aún habrá alguien que se acuerde de Ángel Vicente Peñaloza. Porque yo soy esta tierra, y esta aridez salvaje me contiene.

Se esfuerzan en destruir mi cuerpo porque ignoran que es lo único que pueden matar en mí. La pica que ha atravesado mi pecho y rebanado mi corazón, no le ha hecho daño realmente al “Chacho”.
Al menos mi cabeza se bambolea en una picota de algarrobo riojano, un último consuelo. El viento caliente la envuelve y la barba canosa semeja una planta a punto de morirse. La sangre está seca marcando el camino por donde ha escapado, en la degollación.
Ahora ha parado de llover aquí en Olta. El sol asomó tímidamente, pero no es un día más: ha sido el último y el primero.
La gente se acerca, pero no puede verme. Miran el despojo colgante. Lloran. Un aguacerito humano surge espontáneamente de ese puñado de leales. Están parados alrededor de la cabeza; no se atreven a tocar el madero que la sostiene. Gime la gran mujer por su hijo masacrado. Nuestra madre, nuestra tierra.

¿Qué dirán los doctorcitos del Chacho? Ese Sarmiento, qué dirá. Puras macanas. Nunca llorará al pie de un palo con su alma destrozada. Qué sabe él, si le teme a la naturaleza. Se tiene miedo a sí mismo. Si de algo estoy seguro es que me temerá hasta su último día. Y no es que vaya a perseguirlo, será el espectro creado por su propio temor el que lo hará.
Seguramente dirán que he sido un criminal, un raposo, un traidor. No, si ya casi los escucho. Olvidarán alegremente que soy un General de la Nación, y que han cometido en mí uno de los atentados más injustos de nuestra historia. ¿Quién ha tenido más honor que el Chacho? ¡A ver, quiero oírlos carajo! Quién puede hablarle a los ojos desorbitados de esta cabeza suelta con más dignidad que la que ha tenido este soldado de la patria. ¿Quién? No tener mi facón a mano para darle un planazo en el culo a ese Sarmiento, arrodillarlo frente a mis restos, su festín, y que me acuse si puede. No desde sus libros, divertimentos de intelectuales, aquí, frente a frente ante un cuerpo sacrificado. ¿Qué diría? Qué va a decir, nada, moquearía como el cobarde que es. No ha podido mirar a los ojos al general Facundo Quiroga sin temblequear como una vieja, qué otra cosa va a hacer ante su más leal lugarteniente. Intelectuales... escriben lindo, pero la Patria es otra cosa.
¡Gloria al más grande general que ha acunado nuestro pueblo, hermanos queridos! ¡Gloria al General Juan Facundo Quiroga, padre de todos nosotros! No veo la hora de darle un abrazo y recordar cuando cabalgábamos juntos, atravesando el desierto de nuestros sueños. Polvo y desgracias nomás, pero ahora gloria eterna. ¿Dónde está que no puedo verlo?
Todo esto es muy confuso. De todas formas lo prefiero. No sé dónde estoy, ni que hago acá realmente, pero si algo es seguro es que no vuelvo. ¿Para qué? ¿Cómo le han pagado al Chacho? No digo sus leales, que aquí se arrinconan como viudas. Los demás, “el pueblo argentino”, por quienes nos hemos exterminado unos a otros. ¿Cómo me han pagado? Y no sólo a mí. Somos su alimento, consumen nuestras muertes como si fueran sólo leyendas escritas en pasquines. ¡Yo no soy una leyenda, me escuchan! Todavía así, muerto y todo, podría pasar por los Llanos y levantar miles de almas para asolar a todos los traidores como ustedes. Sólo que no vuelvo, porque no me da la gana. Me han cansado.
Quizá Sarmiento tenga razón y ésta sea la Argentina por venir, un país de cobardes como él, sin corazón, una turba de desarraigados. Si es así, hemos muerto en vano. Pobres de estos infelices que se reúnen a mi alrededor.

—¡Sepan que están solos! ¡Sépanlo amigos queridos!

¿Qué voy a hacer yo ahora? No he reculado nunca. ¿Qué otra cosa? Seguir hasta el final. La taba se ha dado vuelta, la suerte se nos termina, pero yo nunca me he andado con chiquitas, carajo. Resistiré.

Y usted que escribe sepa también que es un cobarde. ¿Quién le ha dado permiso para despertar a estos espíritus? Inmoral. Nos ha usado. ¿Por qué? ¿Para qué? Cree que puede hacer lo que quiere con nosotros. ¿Qué fin podría justificarlo? ¿Para abrir mentes? Me hace reír. Despierte hombre, a usted también le llegaré. Mi facón es largo como el destino, y lo alcanzará. Recién ahí se va a dar cuenta de que no tiene derecho. ¿Me escucha? Traidor. Escriba, escriba nomás. Ya nos veremos.

Una anciana se acerca a la cabeza. No mira a todos lados, temerosa, como podría haberse imaginado. Ya nada le importa. La descuelga con una orgullosa parsimonia. Ahora todos la rodean a ella. La mujer peina la maraña canosa como lo haría una madre con su hijo muerto. Sus dedos gruesos se entierran en la fronda desgreñada, poniendo orden en el caos. Sus yemas recorren los surcos de la frente, despacio, de derecha a izquierda. Dice unas palabras entre dientes y, repentinamente, aprieta la cabeza contra su pecho.

—¡Olvídelo mujer! Deje ahí eso que no soy yo, ¿me oye? Acá estoy, justo del otro lado. Aquí mismo. Se lo estoy ordenando, carajo. ¡Oiga! No me escucha. Bueno, siga si quiere. Pero sepa que no apruebo todo este rito sin sentido.
¡No pierdan el tiempo, hermanos! ¡Luchen! ¡No se detengan por mí! Bah, es inútil parece. La pena siempre puede más.

Los cabellos de la mujer son hebras blancas, largas, secas. Se unen a los del Chacho en una caricia final. Sus ojos tan sólo se han humedecido; sus arrugas absorbieron las lágrimas a medida que se escapaban de sus ojos oscuros. Ahora los demás también tocan, temerosamente, el preciado resto del General muerto. Sus dedos cierran un círculo, cuyo centro es la cabeza, formando un mandala humano. Un círculo mágico en un pueblito perdido en los Llanos riojanos.

Siga, siga nomás. Ya nos veremos.

La anciana ha sacado, de entre sus ropas, un pedazo de sábana blanca. Antes de envolver la cabeza con ella, mira por última vez la expresión ausente del padre de todas sus esperanzas. Esperanzas perdidas.

—Luchen, carajo. No dejen que les arrebaten la ilusión de ser uno con su propia tierra. ¿Quiénes son estos que nos ordenan cómo vivir? Aquí estoy todavía para guiarlos. No van a sacarnos este último anhelo. Así me lleve el alma, combatiré hasta el final. ¿Me oyen? Vamos, ¿qué esperan? ¡Hasta el final he dicho!

La pala se entierra con facilidad a causa de la lluvia reciente. Un hombre cava con prisa acumulando el barro a unos metros de la iglesia. Justo al lado de uno de los pilares de la entrada del templo, la diminuta tumba cobra vida.
La anciana ha cosido la sábana que contiene su resto sagrado, que aún aprieta contra su pecho. Tiene la vista fija en el ir y venir de la herramienta, erigiendo con su mirada un regazo tibio donde sólo hay tierra fría.

¿No se ha detenido aún, escritorcillo mediocre? ¿Cree realmente que alguien leerá sus ambiciosos papeles algún día? Me da pena, ¿sabe? Pero así y todo, no se salvará de mí. Puedo asegurárselo, cretino. ¿Me oye? No escapará.

Me divierte pensar en la confusión que generaría en las complejas cabezas de los doctorcitos, este humilde homenaje que le hacen a un viejo campesino muerto, quien sólo les ha dado algo por qué pelear. ¿Cómo lo explicarían? Seguramente tratarían de relacionarlo con el comportamiento animal y no sé que otra necedad por el estilo. Pobres cabezas, ninguna iguala la hidalguía de ésta, tan venerada por este puñado de almas. Los compadezco, no sólo a estos sanguinarios doctores, sino a todos los que van a venir, a quienes se les suprimirá la verdadera historia argentina; aquella que permanecerá enterrada, como mi propia cabeza, hasta que un error humano, inevitablemente, termine descubriéndola.

Ahora el hombre da golpes con su pala para disimular el montículo funerario. Los paisanos, de a uno, regresan a sus hogares. Sólo la anciana no se mueve. Una nueva tormenta se avecina. Ella se ha quedado sola.

lunes, 2 de enero de 2012

aniversario propio

Hace 27 años me hacía socio de Gimnasia por primera vez. ¡El primer día hábil después del ascenso! #AmorPorGimnasia