miércoles, 18 de enero de 2012

Otro cuento "Juana Azurduy (1815)"

JUANA AZURDUY
(1815)



Entierra la mano y juguetea con las yemas de sus dedos en el pastiche de arena y sangre, su propia sangre. Siente la aspereza de los gránulos suavizada por la savia de los humanos, y hay cierto placer en esa fricción de naturalezas. Es un momento feliz: Luisa ha nacido de sus entrañas. Se escuchan, a un costado, sus agudos gritos de vida y el dulce consuelo de unas mujeres extasiadas que la atienden. Pero Juana mantiene la vista fija en su mano diestra, que aún frota lentamente la mistura.
En las cercanías, un arroyo desanda su flujo eterno. Su bálsamo sonoro aclara los pensamientos de Juana, aguza sus sentidos. Ha meditado mucho sus conclusiones, que aparecen vibrando en su mente. Ahora sabe que Luisa no es la retribución por sus otros cuatro hijos muertos; ella es otra cosa, otra vida. Sin embargo, no duda que esas aguas, que dialogan en un idioma tan elevado, sean la nueva forma de su desaparecido amigo, el poeta Huallparrimachi. Comprende que, de ahora en más, todo lo que la ayude, proteja y anime será el juglar inca, en la apariencia que sea, omnipresente, junto a los demás espíritus tutelares.
Cinco hombres la aguardan a unos metros, detrás de unos matorrales; es la escolta que le impuso su marido, Manuel Padilla, héroe de las republiquetas del Alto Perú. Estaban en plena batalla cuando sintió los síntomas del parto inminente, y se alejó sólo para tener a la criatura. A su lado, descansa el sable que le regalara el general Belgrano; hilos dorados en la empuñadura, vaina oscura y rústica. No se separa de él, podría necesitarlo.
Pero ella cree que la Pachamama, la madre de todos los seres vivientes, la cuida. Siente una identificación estrecha con esa diosa que engendra vida, para luego expulsarla desbordante, profusa, salvaje. Imagina que si se la encontrara entre esos matorrales, podría verla tal cual es. No duda que su rostro exhibiría la belleza de un monstruo, un monstruo hembra exultante que acaba de dar a luz.
Las mujeres vuelven con Luisa. La han bañado en el arroyo, está seca y limpia. La depositan en su pecho con la delicadeza de un joyero que engarza una piedra preciosa. La niña obedece a su instinto de supervivencia y se alimenta del fluido vital. La madre observa la fragilidad del cráneo de la recién nacida. La vida y su sombra, la muerte. Juana pasa sus dedos, untados de sangre y arena, por la frente de su hija, dibuja una cruz, un amuleto que la asista en los cuatro puntos cardinales. Percibe en sus yemas los granitos de piedras ancestrales que recorren obedientes la piel virgen de su hija, naturalezas que se acarician. Acomoda sus labios y sopla sobre la cruz, su brisa caliente envuelve la pequeña cabeza desde la frente hasta la coronilla. Ahora está tranquila, ya puede recitar los versos de su amigo y lo hace con su boca muy cerca de la niña.
A ti arroyo te hablo: / mañanera, suave brisa / si está mi amada despierta, / llévale este hato de besos, / que en mi boca tengo presos.
Sus ojos desbordan gotas de agua marina que serpentean sobre sus mejillas. Un velo semitransparente le enturbia el paisaje y la hace vulnerable. Eso no le gusta, sacude la cabeza a un lado para no molestar a Luisa, y recobra los sentidos. En ese momento, un rumor de pasos agitados la sobresalta. Es el que está al mando de la escolta, sabe que los demás se han quedado a unos metros por pudor. Le avisa que su esposo viene en camino, que se prepare, lo hace sin sacar la vista de sus pechos. Juana se cubre y le ordena retirarse. Se incorpora con cuidado y, cuando va a alejarse, algo le hace mirar al suelo. Allí está el sable, casi disimulado por la hierba. Vuelve a agacharse y lo toma con su mano libre, lo aproxima a su hija, apoya su mentón sobre la punta de la empuñadura. No nos abandones, susurra.
Cabalgan, cinco hombres y una mujer. Cumplen órdenes de Padilla, quien sólo se encontró unos momentos con su esposa, suficientes para conocer a su hija y notificar que los españoles estaban cerca. “Se la encargo, sargento”, le había dicho Padilla al más veterano. “Descuide, señor, descuide”.
Juana va al centro de la partida, con la mano menos hábil sostiene a Luisa y con la otra las riendas de su caballo. Su mano está posada entre las crines del animal, se pierde en su espesura. Sabe que podría cabalgar sin riendas, se lo había visto hacer a sus indios, lo había aprendido de ellos. Apretar las piernas y acomodar el cuerpo, tocar las partes más sensibles del potro, ser uno con él, una misma substancia. Un centauro, pensó. Pero, ¿por qué no había centauros hembra? Si puedo ser tan salvaje como ellos, o más.
La niña duerme en su pecho. Su respiración es tranquila, puede sentir el cadencioso trabajo de los pulmones a través de sus dedos que la sostienen derecha. Luisa es un regalo de la Pachamama, pero todos lo somos. Aunque a uno no siempre le regalan lo que espera, algo placentero. ¿Qué beneficio hay en que le obsequien la vida en este mar de sufrimientos? Juana recuerda a Huallparrimachi: “vinimos a aprender, hermanita. Y se hace de afuera para dentro, porque lo más difícil es aprender de uno mismo. Cuando sepamos el lenguaje de las aves, el susurro de las piedras, el cantar del viento, el estallido de las plantas, el clamoreo de los animales, la oración de las aguas y el luminoso rumor del alma humana; entonces, estaremos listos”.
El rebote de veinticuatro cascos acompasados interrumpe el furioso bramido del Río Grande, que se abre camino en las adyacencias. Cabalgan cinco hombres y una mujer, o mejor dicho dos, porque Luisa también lo hace, aferrada a su madre, sintiendo en su nuca la inclemente caricia del viento norteño. La naturaleza la acuna lo mejor que puede.
Juana reposa la vista en los arbustos próximos al río. Cierra los ojos, aprieta los párpados, los vuelve a abrir. ¿Qué es eso que ve? Caras espantadas, brazos extendidos, seres suplicantes que intentan hablarle. Son simples matorrales, estás cansada mujer. De las ramas, ahora surgen pájaros que flanquean la partida; sus trinos de alarma anuncian a un depredador. Su caballo ladea la cabeza, y exhibe un ojo horrorosamente desorbitado. Decide tomar aire, inspira profunda y lentamente, ya pasará. ¿Y si es el poeta?, susurra. El poeta está muerto, se recrimina, cuida a tu hija y deja ya de soñar. Pero, podría ser que Huallparrimachi me quisiese avisar de un peligro inminente. Quizá los Realistas están más cerca de lo que pensamos. Sienta cabeza mujer, o acaso quieres perder a Luisa tal como perdiste a tus otros hijos. No. ¿Entonces? No sé, presiento algo. Es locura, te estás volviendo loca. No sé. ¡No es normal que estemos dialogando dos seres distintos en una misma persona! No somos distintos. A mi no me involucres en tus delirios. Te dije que volvieras a la realidad y te niegas imaginando fantasías sin fin. No tengo razones, sólo percibo.
Uno de la retaguardia apura el galope y se pone a la par del sargento. Juana no pierde detalle. Este soldado ha cambiado, lo ve de negro, con una capa larga, terminada en borlas. Han disminuido la marcha, el círculo se estrecha a su alrededor.
¬—¡Alto! —ordena el sargento. La partida se detiene. Pero el sargento no es más la persona que era, ni tampoco sus hombres. Ahora son esqueletos muy blancos, casi fosforescentes, cubiertos por capas negras.
—¡Entregue su arma señora y no le pasará nada!
A Juana le impresiona un poco el hecho de que salgan palabras de la calavera del sargento, pero no tiene tiempo para reflexionar. Los cinco esqueletos terminan sus manos en sables desnudos, los esgrimen cada vez más cerca de su cuerpo y el de Luisa, quien sigue su sueño. Advierte una distribución perfecta de las falanges en las empuñaduras. ¡Despierta mujer! ¡Por tu hija! ¿No te das cuenta de lo que pasa?
Los dientes de las calaveras castañetean, dando algunos chirridos esporádicos. Juana desenvaina. Ahora el ruido se acentúa. Respira hondo. Presiente algo que se acerca. Cree que es de afuera, como el silbido de un viento huracanado. La vegetación no se mueve. El zumbido gana en intensidad. Pero esto no es viento, dice. En ese momento, un vendaval sale expulsado de su boca. Las capas de los esqueletos se agitan violentamente. Sus caballos retroceden, hacen un gran esfuerzo por mantener sus posiciones. Ella maneja su potro con las piernas. Tajea los huesos del sargento, una y otra vez. Ahora es un gran remolino de polvo. Las osamentas se oscurecen, pierden su fosforescencia. Una capa vuela y se incrusta en la copa de un árbol. Juana da vueltas en el sentido horario, su brazo no deja de dar zarpazos. El sable del general niño reluce entre tanta oscuridad. Destruye los huesitos a la altura de la muñeca de uno de los soldados; la mano se cae, junto con el sable que portaba. El esqueleto manco chilla y galopa furiosamente hacia el Río Grande. Reaparece el sargento, pero ahora Juana cruza un sablazo a la altura del cuello. El oficial cae de su caballo y embute su cráneo en la tierra. Sin líder, la partida se repliega. Pero esto no ha terminado, piensa la madre y aprisiona a su hija. Siente un malestar en el vientre. Ya se había olvidado lo reciente del parto. Pero ese dolor no se relaciona con el alumbramiento. Agua, la fuente de vida, la sangre del mundo, sale expulsada a gran presión de su cuerpo. Puede sentir la apertura de cada uno de sus poros y el roce húmedo de las gotas amontonadas que se liberan al vacío. Grita, ¿es que acaso se está muriendo? Los esqueletos que quedan se arquean para resistir la embestida. Un zaino levanta sus patas delanteras y cae de costado. Desde el piso, el ser oscurecido, con su lúgubre prenda hecha harapos, no presenta batalla, huye empapado. Los demás lo siguen. El corazón de Juana, que latía desenfrenado, empieza a aquietarse. Sabe que no va a morir, ahora lo sabe. Ve, montada en su potro, el rastro de fuego que dejan sus enemigos, ya desnudos, insignificantes. Pero un ruido la sobresalta, es el llanto de su hija. Desmonta. Todo terminó.
Luisa se alimenta de la leche de Juana. La madre levanta su mirada al cielo, allí está el sol, el dios Inti. Nota lo sereno del paisaje, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, el cuerpo del sargento yace a sus pies, con su uniforme sucio. Ella se aleja un poco. Si está el dios, debe andar cerca la diosa Pachamama, piensa. Huallparrimachi me dijo que yo podría reconocerla. Debe ser fácil, porque es un monstruo, un monstruo hembra que acaba de parir.

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