miércoles, 18 de enero de 2012

Acá va otro cuento "El Chacho (1863)

EL “CHACHO”
(1863)



Cuando mi carne se pudra, y mis huesos se confundan con el polvo de mis queridos Llanos de La Rioja, cuando todo esto suceda y mis enemigos sean historia; aún habrá alguien que se acuerde de Ángel Vicente Peñaloza. Porque yo soy esta tierra, y esta aridez salvaje me contiene.

Se esfuerzan en destruir mi cuerpo porque ignoran que es lo único que pueden matar en mí. La pica que ha atravesado mi pecho y rebanado mi corazón, no le ha hecho daño realmente al “Chacho”.
Al menos mi cabeza se bambolea en una picota de algarrobo riojano, un último consuelo. El viento caliente la envuelve y la barba canosa semeja una planta a punto de morirse. La sangre está seca marcando el camino por donde ha escapado, en la degollación.
Ahora ha parado de llover aquí en Olta. El sol asomó tímidamente, pero no es un día más: ha sido el último y el primero.
La gente se acerca, pero no puede verme. Miran el despojo colgante. Lloran. Un aguacerito humano surge espontáneamente de ese puñado de leales. Están parados alrededor de la cabeza; no se atreven a tocar el madero que la sostiene. Gime la gran mujer por su hijo masacrado. Nuestra madre, nuestra tierra.

¿Qué dirán los doctorcitos del Chacho? Ese Sarmiento, qué dirá. Puras macanas. Nunca llorará al pie de un palo con su alma destrozada. Qué sabe él, si le teme a la naturaleza. Se tiene miedo a sí mismo. Si de algo estoy seguro es que me temerá hasta su último día. Y no es que vaya a perseguirlo, será el espectro creado por su propio temor el que lo hará.
Seguramente dirán que he sido un criminal, un raposo, un traidor. No, si ya casi los escucho. Olvidarán alegremente que soy un General de la Nación, y que han cometido en mí uno de los atentados más injustos de nuestra historia. ¿Quién ha tenido más honor que el Chacho? ¡A ver, quiero oírlos carajo! Quién puede hablarle a los ojos desorbitados de esta cabeza suelta con más dignidad que la que ha tenido este soldado de la patria. ¿Quién? No tener mi facón a mano para darle un planazo en el culo a ese Sarmiento, arrodillarlo frente a mis restos, su festín, y que me acuse si puede. No desde sus libros, divertimentos de intelectuales, aquí, frente a frente ante un cuerpo sacrificado. ¿Qué diría? Qué va a decir, nada, moquearía como el cobarde que es. No ha podido mirar a los ojos al general Facundo Quiroga sin temblequear como una vieja, qué otra cosa va a hacer ante su más leal lugarteniente. Intelectuales... escriben lindo, pero la Patria es otra cosa.
¡Gloria al más grande general que ha acunado nuestro pueblo, hermanos queridos! ¡Gloria al General Juan Facundo Quiroga, padre de todos nosotros! No veo la hora de darle un abrazo y recordar cuando cabalgábamos juntos, atravesando el desierto de nuestros sueños. Polvo y desgracias nomás, pero ahora gloria eterna. ¿Dónde está que no puedo verlo?
Todo esto es muy confuso. De todas formas lo prefiero. No sé dónde estoy, ni que hago acá realmente, pero si algo es seguro es que no vuelvo. ¿Para qué? ¿Cómo le han pagado al Chacho? No digo sus leales, que aquí se arrinconan como viudas. Los demás, “el pueblo argentino”, por quienes nos hemos exterminado unos a otros. ¿Cómo me han pagado? Y no sólo a mí. Somos su alimento, consumen nuestras muertes como si fueran sólo leyendas escritas en pasquines. ¡Yo no soy una leyenda, me escuchan! Todavía así, muerto y todo, podría pasar por los Llanos y levantar miles de almas para asolar a todos los traidores como ustedes. Sólo que no vuelvo, porque no me da la gana. Me han cansado.
Quizá Sarmiento tenga razón y ésta sea la Argentina por venir, un país de cobardes como él, sin corazón, una turba de desarraigados. Si es así, hemos muerto en vano. Pobres de estos infelices que se reúnen a mi alrededor.

—¡Sepan que están solos! ¡Sépanlo amigos queridos!

¿Qué voy a hacer yo ahora? No he reculado nunca. ¿Qué otra cosa? Seguir hasta el final. La taba se ha dado vuelta, la suerte se nos termina, pero yo nunca me he andado con chiquitas, carajo. Resistiré.

Y usted que escribe sepa también que es un cobarde. ¿Quién le ha dado permiso para despertar a estos espíritus? Inmoral. Nos ha usado. ¿Por qué? ¿Para qué? Cree que puede hacer lo que quiere con nosotros. ¿Qué fin podría justificarlo? ¿Para abrir mentes? Me hace reír. Despierte hombre, a usted también le llegaré. Mi facón es largo como el destino, y lo alcanzará. Recién ahí se va a dar cuenta de que no tiene derecho. ¿Me escucha? Traidor. Escriba, escriba nomás. Ya nos veremos.

Una anciana se acerca a la cabeza. No mira a todos lados, temerosa, como podría haberse imaginado. Ya nada le importa. La descuelga con una orgullosa parsimonia. Ahora todos la rodean a ella. La mujer peina la maraña canosa como lo haría una madre con su hijo muerto. Sus dedos gruesos se entierran en la fronda desgreñada, poniendo orden en el caos. Sus yemas recorren los surcos de la frente, despacio, de derecha a izquierda. Dice unas palabras entre dientes y, repentinamente, aprieta la cabeza contra su pecho.

—¡Olvídelo mujer! Deje ahí eso que no soy yo, ¿me oye? Acá estoy, justo del otro lado. Aquí mismo. Se lo estoy ordenando, carajo. ¡Oiga! No me escucha. Bueno, siga si quiere. Pero sepa que no apruebo todo este rito sin sentido.
¡No pierdan el tiempo, hermanos! ¡Luchen! ¡No se detengan por mí! Bah, es inútil parece. La pena siempre puede más.

Los cabellos de la mujer son hebras blancas, largas, secas. Se unen a los del Chacho en una caricia final. Sus ojos tan sólo se han humedecido; sus arrugas absorbieron las lágrimas a medida que se escapaban de sus ojos oscuros. Ahora los demás también tocan, temerosamente, el preciado resto del General muerto. Sus dedos cierran un círculo, cuyo centro es la cabeza, formando un mandala humano. Un círculo mágico en un pueblito perdido en los Llanos riojanos.

Siga, siga nomás. Ya nos veremos.

La anciana ha sacado, de entre sus ropas, un pedazo de sábana blanca. Antes de envolver la cabeza con ella, mira por última vez la expresión ausente del padre de todas sus esperanzas. Esperanzas perdidas.

—Luchen, carajo. No dejen que les arrebaten la ilusión de ser uno con su propia tierra. ¿Quiénes son estos que nos ordenan cómo vivir? Aquí estoy todavía para guiarlos. No van a sacarnos este último anhelo. Así me lleve el alma, combatiré hasta el final. ¿Me oyen? Vamos, ¿qué esperan? ¡Hasta el final he dicho!

La pala se entierra con facilidad a causa de la lluvia reciente. Un hombre cava con prisa acumulando el barro a unos metros de la iglesia. Justo al lado de uno de los pilares de la entrada del templo, la diminuta tumba cobra vida.
La anciana ha cosido la sábana que contiene su resto sagrado, que aún aprieta contra su pecho. Tiene la vista fija en el ir y venir de la herramienta, erigiendo con su mirada un regazo tibio donde sólo hay tierra fría.

¿No se ha detenido aún, escritorcillo mediocre? ¿Cree realmente que alguien leerá sus ambiciosos papeles algún día? Me da pena, ¿sabe? Pero así y todo, no se salvará de mí. Puedo asegurárselo, cretino. ¿Me oye? No escapará.

Me divierte pensar en la confusión que generaría en las complejas cabezas de los doctorcitos, este humilde homenaje que le hacen a un viejo campesino muerto, quien sólo les ha dado algo por qué pelear. ¿Cómo lo explicarían? Seguramente tratarían de relacionarlo con el comportamiento animal y no sé que otra necedad por el estilo. Pobres cabezas, ninguna iguala la hidalguía de ésta, tan venerada por este puñado de almas. Los compadezco, no sólo a estos sanguinarios doctores, sino a todos los que van a venir, a quienes se les suprimirá la verdadera historia argentina; aquella que permanecerá enterrada, como mi propia cabeza, hasta que un error humano, inevitablemente, termine descubriéndola.

Ahora el hombre da golpes con su pala para disimular el montículo funerario. Los paisanos, de a uno, regresan a sus hogares. Sólo la anciana no se mueve. Una nueva tormenta se avecina. Ella se ha quedado sola.

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